miércoles, 25 de mayo de 2011

Los clavos ardiendo.

No siempre podemos agarrarnos a un clavo ardiendo. Es lo que pensé justo en el momento en el que decidí dejar el primer año de carrera universitaria que estaba cursando. Y fue porque, en aquel preciso momento, en el que me invadía la angustia, el sentimiento de culpa, el tempus fugit, no encontraba un maldito clavo al que aferrarme. Ni siquiera uno ardiendo y mohoso. Ni siquiera una mísera excusa, una nueva idea, una repentina iluminación. No podía; precisamente por eso: no existía. No había una nueva idea, ni repentina iluminación. No existía ese clavo ardiendo y mohoso.

Mi deseo de dedicarme única y exclusivamente a la interpretación era una realidad que, por alguna razón, no me atrevía a admitir. Una realidad que me presionaba las sienes, me apretaba sus puños contra el costado, me impedía la respiración. Y fue cuando dije “basta”. Decidí no continuar con aquella farsa. Lo había intentado con todas mis fuerzas, había conseguido acallar aquel deseo, anestesiar mi amor por el teatro, por la vida del artista. Pero sabía que despertaría algún día. Y, debido a mi impetuoso y pasional carácter, ese día llegó muy pronto. No había finalizado el primer cuatrimestre cuando desistí, tiré la toalla, me decidí a buscar un maldito clavo ardiendo.

Comencé por volver a Sanlúcar. Allí, en Sevilla, no iba a conseguir nada. Necesitaba volver a mi hogar, al lugar donde más cómodo me siento, meditar, reflexionar.
El primer clavo que encontré, fue la psicología. Realmente me apasiona. De hecho, si estudiase una carrera algún día, sería esa, sin duda. Es una carrera que me permite hacer algo diferente, algo que me motiva, algo que me permite desplegar mis virtudes y demostrar de qué pasta estoy hecho. Pero ese clavo se escurrió de la madera como un corcho de una botella de vino del que tiran. Sí, alguien tiró del clavo. Su nombre, Carlos Ochando.

Ahora, a 26 de mayo de 2011, puedo decir que soy feliz. Sí, lo soy. Ya he echado la preinscripción para entrar en la ESAD (Escuela Superior de Arte Dramático).

Nací para ser actor. O, al menos, nací para intentarlo.

jueves, 19 de mayo de 2011

Cuando juego. Por Carlos Barroso

Me gusta el morado, el amarillo y el rojo...
soy un friki, un romántico...
juego en mi cuarto a esas pelis
de indios contra vaqueros británicos,

pero yo no soy el sheriff,
soy el jefe de la pluma roja
y los cojines de mi habitación
son tios con sombrero y pistola...

Mi almohada es mi caballo
jodidos vaqueros de occidente,
voy a por vosotros
hacia donde el sol me oriente...

el sol es mi lámpara
de mi mesita de noche
y la foto que imprimí de Polanco
el enemigo en el horizonte

Mi superheroe favorito
no es blanco, es negro
y no lucha por Estados Unidos
lucha por liberar Marruecos

por una democracia real
no un imperio americano
porque la universidad
no sea otro negocio privatizado...

juego a que soy
un guerrillero que lucha por Cuba
a que soy un músico del Bronx
que toca la tuba

A que la gente apalude a Rosa Luxemburgo
y no a obama
a q el malo es Berlusconi
y no Bin Laden Osama

no tengo canas
y por eso juego y me pregunto
¿Seguire jugando
cuando sea un adulto?

si el futuro no es adverso
dejare de jugar
si el futuro es infortunio
volvere a prescolar...

lunes, 9 de mayo de 2011

28-F

Mucha gente vincula nuestro nombre a la lucha, la reivindicación e, incluso, al movimiento comunista y anarquista. Aunque esto último no sea del todo cierto, motivos no faltan para que así sea.

En plena era de la desinformación, la mentira, la crisis moral, ética e intelectual, en la que miles de jóvenes de menos de veinte años se matan por un puesto de mileurista detrás de un sucio mostrador, nosotros conseguimos movilizar a más de doscientos estudiantes en Sanlúcar. Sí, en Sanlúcar, donde sólo se movilizan para reunirse en masa en la plaza cabildo y beber hasta el coma etílico, o quizás por algún tema relacionado con la tauromaquia, el futbol, la semana santa…

Pero así fue, colegas.

Ocurrió que, un día, en una de las reuniones que celebrábamos en el Francisco Pacheco, a las que acudíamos Ezekié, Miguel, Galán, Germán y yo, tuvimos la brillante idea de convocar una manifestación para un sábado por la mañana. Evidentemente fue un gran error, ya que, en este pueblo, los sábados por la mañana son única y exclusivamente para dormir, jugar al fútbol o comprar el alcohol en el Mercadona para la noche. Solo acudimos a la manifestación los anteriormente citados y un joven de veinte años, aproximadamente, a cuyos oídos había llegado la noticia y quería colaborar. Seguramente se arrepentiría de haber acudido. En fin, la cosa es que, a pesar de ser menos de diez personas, nos encaminamos hacia la calle Ancha y, allí, chillamos y montamos el pollo. Pero había que hacerlo de otra manera.

Aquí, en Sanlúcar, no hay que darlo todo mascado, sino que hay que mascarlo, abrirles la boca, coger un embudo e introducirlo todo. Así que pensamos un aliciente para que esos jóvenes acudieran a la manifestación, como la piruleta que se les promete a los niñas en la cita con el dentista. Y ¡bingo! ¡Un día sin clases!

El director del Francisco Pacheco, por entonces, cuyo nombre no mencionaré, es el maestro de la hipocresía y la falsedad. En un principio, estaba dispuesto a ofrecernos toda la ayuda que necesitásemos, totalmente volcado con la causa. De manera que nos ofreció el salón de actos del centro para celebrar la asamblea con todos los alumnos de bachillerato. Y así fue. Ezekié, Miguel, Galán y yo, pillamos unas mesas, unas sillas, y nos sentamos arriba del escenario. El salón de actos estaba repleto, habían acudido todos los alumnos (claro, era una clase perdida). Con la inestimable colaboración de Miguel, calentamos al personal, les hicimos ver el peligro que era Bolonia. Y ya teníamos un plan.

Al día siguiente, en la puerta del Francisco Pacheco, más de doscientos alumnos se presentaron sin mochilas, con pancartas, tambores, pitos y demás artilugios. He de admitir que esos treinta minutos en los que estuvimos en la puerta del centro, esperando a que llegase todo el mundo, pensé que la masa volvería a dispersarse, porque se les veía tan temerosos, tan tímidos y avergonzados, que veía el fin de la manifestación antes de que comenzase. Pero no fue así. Cuando ya había pasado el tiempo suficiente como para que hubiese acudido todo aquel que lo deseara, vino la puñalada trapera del director. Una puñalada con uniforme, porra, y con menos sentido común que un burgao: la policía. Los cabecillas, que eran cómo nos llamaban, estábamos tan indignados, tan decepcionados y mosqueados, que lo que decidimos fue darle un buen susto a la directiva del centro. Dirigimos a la masa furiosa y en plena efervescencia hormonal, hacia la puerta del centro. Fueron unos 10 minutos, cuanto menos, tensos. Forcejeos con los conserjes, que no lograban cerrar la puerta ante la muchedumbre, intento de diálogo por parte del director, gritos, golpes. Antes de que se nos fuese de las manos, cogimos las pancartas, los pitos, tambores y megáfonos y nos encaminamos hacia la plaza Cabildo; era la primera parte. Por el camino, por supuesto, cogimos por la calzada, nada de acera, aunque eso pudiese suponer una gran multa para nosotros, y que la manifestación no estaba, ni mucho menos, legalizada. En esa ocasión, nos vino de perlas la incompetencia de la policía sanluqueña. “No cé ci la manifestación estará legalizá, pero portarze bien, eh”, recuerdo que fueron las palabras que pronunció uno de los perros paleros. Todo fue bien hasta la plaza Cabildo, gritando, cantando, protestando. Me sentía en mi salsa, rodeando la masa por los cuatro costados y calentando el ambiente con frases que previamente había memorizado. La gente se animaba.

Cuando llegamos a la plaza Cabildo vivimos uno de los momentos más emocionantes de la movilización: la sentada. En pleno bullicio matinal, con las viejas yendo y viniendo, los enchaquetados con sus maletines, los bares repletos de amas de casa, cotilleando, nos sentamos en el suelo, más de doscientas personas, bajo la curiosa y confusa mirada de los viandantes. Cantamos, ondeamos banderas y nos sentimos estupendamente.

Entonces, nos dirigimos hacia la penúltima parada, el otro gran instituto de Sanlúcar, Elcano. Nuestra intención era lograr que más personas se unieran. Fue otro de los grandes momentos de la mañana. Cuando llegamos al patio de la entrada, nos expandimos hasta ocuparlo totalmente, y gritamos hasta perder la voz. Por supuesto, las clases se pararon en el instituto durante al menos una hora, y los estudiantes, agolpados a las ventanas que daban a ese patio delantero, golpeaban los cristales, gritaban y parecían encantados de unirse. Pero, desgraciadamente, eso era más difícil de lo que parecía. El director de Elcano nos invitó a pasar a los cabecillas, y nos trató de convencer de que no podía ser, que nos marchásemos. Algunos mayores de edad sí que abandonaron el centro y se unieron. Nos marchamos, pero no sin antes recibir una ovación y un gran aplauso. La estábamos liando parda.

Y llegó la última parada, el plato fuerte, la gran ofensiva. Parece que, la dirección del Pacheco, había vuelto a hacer de las suyas, ya que la policía nos esperaba en nuestro destino: el ayuntamiento. Allí estaban, incluso, los medios de comunicación locales. Entramos todos, en tropel, al patio principal, en el que nos sentamos. Nos rodeaba la policía, los funcionarios salieron de sus oficinas y abandonaron sus tareas para observarnos, curiosos. Algunos alegres, orgullos, otros indignados.

Tras varias entrevistas con la cadena local, periódicos, después de darles nuestro nombre y dirección de correo electrónico a varias personas adultas interesadas en obtener información acerca de Bolonia y nuestras intenciones y, desoyendo las advertencias de la policía, los cabecillas subimos a la primera planta, donde la gran (enana) alcaldesa tiene su flamante despacho. Nuestra intención era conversar con ella y lograr que Sanlúcar fuera declarada ciudad en contra del nuevo plan de estudio universitario. Obviamente, “la alcaldesa no se encontraba en el ayuntamiento”. Era mentira, evidentemente. Lo más seguro es que se escondiera bajo su gran mesa de caoba, rezándole a Dios para no morir a manos de “esa multitud enfurecida”. Esa multitud que sólo quería estudiar una carrera sin complicaciones. Concertamos una reunión con ella al día siguiente, y fin de la manifestación.


He de admitir que me sentí orgulloso de mi pueblo y sus jóvenes, aunque sólo fuera por una mañana.

PD.: La alcaldesa nunca se reunió con nosotros.

PD.: La moviliciación en Sanlúcar fue noticia en numerosos periódicos de Jerez, Cádiz e, incluso, Sevilla.